Cuando la ciencia y la fe se encuentran
Comienza el tiempo de Adviento. Una temporada que conduce a la Navidad. Para muchos, este es momento de espera y preparación. Para mí se ha convertido en un viaje interno, en un descubrir. Bien lo dijo San Pablo en la segunda lectura que escucharemos este domingo: “Ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz” (Rom 13,11).
A través del trabajo científico, he podido entender, evidentemente, que el fenómeno de la vida no puede reducirse a fórmulas y números, y que hay una perfección indefinible en cada estructura de lo vivo. Pensemos en la manera en cómo se coordinan moléculas para convertirse en algo tan frágil y, a la vez, tan maravillosamente complejo como es un ser vivo.
Pero hay algo que la ciencia no puede responder y eso está en dominio de la fe. Y ahí es donde el Adviento entra en mi corazón. Este primer domingo no es simplemente una fecha que aparece en el calendario litúrgico; es una puerta abierta para creer, para la fe. Porque hay un propósito detrás de la complejidad del universo.
La liturgia de este domingo habla de vigilia. Eso también es profundamente científico. Todo descubrimiento surge de prestar atención, de la capacidad de mirar en una dirección y luego en otra. De manera similar, la fe nos llama a ver el mundo con ojos nuevos, a aceptar lo que es invisible, aquello que no puede ser contado ni pesado.
Ahora, el Adviento es una invitación a preparar el alma con el mismo rigor con que se prepara un experimento. Porque la fe, al igual que el mirar el fenómeno de la vida, necesita tiempo y atención, pues la fe no se fuerza, se desarrolla en secreto como una semilla en la tierra. (...)
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