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Una Reflexión Semanal

Derribar el muro del odio


Foto de Eduardo Valenzuela
Profesor Facultad Ciencias Sociales
"Quien ama a Cristo ama la paz y el diálogo como el bien más preciado, el tesoro más excelente."

El modelo de toda reconciliación es Cristo Jesús que ha venido según las palabras de San Pablo a reconciliar todas las cosas entre sí, el alma y el cuerpo, lo familiar y lo extraño, lo cercano y lo distante, lo que pertenece al Cielo y lo de aquí abajo en la Tierra. Tratándose de la reconciliación entre los hombres, San Pablo es todavía más explícito en su carta a los Efesios 2, 13-16: “Ahora, por la sangre de Cristo, están cerca los que antes estaban lejos. Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos, judíos y gentiles, una sola cosa, derribando, con su cuerpo, el muro que los separaba: el odio”. El odio construye efectivamente un muro, ladrillo tras ladrillo, una muralla que oculta el Rostro del otro y que nos impide vernos cara a cara. De hecho, odiar significa enceguecerse, perder la capacidad de ver el Rostro del otro. Emmanuel Levinas decía que la humanidad de una persona sólo puede afirmarse ante su presencia, cuando vemos su rostro. Es cosa de ver cómo aumentan las posibilidades del odiar cuando no tenemos contacto y apenas hemos visto alguna vez a nuestros rivales y adversarios. En la tradición cristiana decimos que la reconciliación sólo es posible cuando vemos en el Otro el Rostro de Cristo. Cristo derriba el muro del odio con su cuerpo, dice San Pablo. En vez de ver a un adversario, un rival o un enemigo, véanme a Mí en éstos, y todo comenzará a ser diferente.

¿Cómo se edifica el muro del odio? San Pablo lo dice con claridad: “Él ha abolido la ley con sus mandamientos y reglas, haciendo las paces, para crear en él un solo hombre nuevo”. El muro del odio era el muro de la Ley, es decir todo aquello que nos hace colocar por delante lo que cada cual cree, la norma que respeta, la autoridad que lo rige, la verdad que profesa y la identidad propia, y petrifica lo propio a tal punto que le hace imposible ver y apreciar lo ajeno, y lo que pertenece a todos, buenos y malos, ricos y pobres, amigos y enemigos, a saber, nuestra común humanidad y dicho cristianamente nuestra filiación compartida con Dios, nuestro Señor. Cristo ha venido al mundo a hacer las paces, a unir lo que estaba desunido, a destruir el muro del odio que nos separa a unos de otros. Quien ama a Cristo ama la paz y el diálogo como el bien más preciado, el tesoro más excelente. Los cristianos tenemos una aptitud especial hacia la fraternidad, la llave perdida del mundo actual que ha honrado mejor la promesa de la libertad y de la igualdad, pero no de la concordia. Los cristianos nos jugamos toda nuestra credibilidad en la capacidad de oponernos sinceramente a toda violencia, sin rodeos ni pretextos, comenzando por la que se incuba en nuestro propio seno.(…)


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