Tomás de Aquino: entender y creer para amar

Dice Chesterton que "Santo Tomás era un hombre como un toro: grueso, lento y callado; muy tranquilo y magnánimo, pero no muy sociable; tímido y abstraído". Grande como un toro… o como un buey. Sus primeros compañeros de clase, cuando ingresó a los dominicos, le apodaron el buey mudo. Esto, porque se pasó un año entero sin abrir la boca ni tomar apuntes, el rostro impasible, sin gesto alguno que denotara ni el más mínimo signo de inteligencia y comprensión. Lo de buey mudo, además de su corpulencia y silencio, indicaba que ese gigante sin habla debía ser un tonto de tontería superlativa. Cuál sería la sorpresa de estos prejuiciados cuando, en la última clase, el profesor le pide que resuma el curso. Fray Tomás saca, por fin, el habla y, sin auxilio de libros ni apuntes, hace una síntesis de una profundidad y unidad lógica que deja pasmados a sus compañeros y admirado al profesor.
Luego de esta anecdótica primera manifestación pública de su inteligencia, ya sabemos lo que ocurrió: Tomás de Aquino se transformó en uno de los más grandes intelectuales que ha dado a luz la Iglesia en sus dos mil años de historia. La magnitud y profundidad de su obra teológica y filosófica no tiene parangón. León XIII llega a llamarle "Príncipe y Maestro de todos los doctores escolásticos".
Sin embargo, esta obra no ha sido siempre apreciada. De un lado, el racionalismo moderno ha intentado difundir la falsa idea de que la Edad Media fue una época oscura: llena de superstición, fanatismo e inaccesibles razones de fe que obstruyen el verdadero despliegue de la razón y la ciencia. Y, del otro lado, no pocos cristianos han caído
en la tentación fideísta (por la que se abraza una fe sentimental y se abandona la explicación racional) y han despreciado a la escolástica medieval, y a Tomás en ella, como excesivamente intelectual, demasiado filosófica, fría y abstracta.
Pero lo cierto es que Tomás, la escolástica y la Edad Media están lejos de ser oscuros y supersticiosos. Es el tiempo del verdadero renacimiento de la ciencia, la filosofía y el arte, y lo es gracias al impulso de la teología, que señala a Dios como causa última del orden y la belleza del universo, y mueve, así, a conocer, describir y amar ese orden y esa belleza. Y, lejos de toda frialdad y abstracción filosófica, es un tiempo en que el saber se encarna en amor por Dios y su creación. Es la monumental obra de integración entre la razón, la fe y el amor. (...)
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