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Isabel Parra: “La Violeta está aquí para recordarnos quiénes somos”


En entrevista exclusiva con Revista Universitaria, y al cumplirse 100 años del nacimiento de Violeta Parra, la hija de la artista repasa pasajes inéditos de la vida junto a su madre. Ser hijo de una figura extraordinaria es un peso muchas veces excesivo, pero ella sorteó el desafío. Su mayor conquista ha sido la creación del museo, que pretende transformar las obras de su madre en un legado perpetuo.

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photo_camera Archivo UC

Es el año del centenario de Violeta Parra –nacida en 1917– y queremos acercarnos a ella con la ayuda de su hija Isabel: ¿Qué la transformó en símbolo de Chile? La razón de ello no es clara, para su hija:

—Yo también he ido conociendo a mi madre con el tiempo–aparte de lo cotidiano que vivimos–, porque hay varias Violetas que circulan y hay partes de ella que desconozco. Ella tenía una necesidad de entregar lo que hacía, todo era público, debía salir de nuestra casita. Entonces me cuesta situarme en la Violeta Parra porque hay infinidades de ellas, pero siempre creativas y entretenidas, hasta en las cosas frágiles. Hacía flores de papel con una tijera, tenía un movimiento manual extraordinario, o la masa para unos panes rudimentarios en dos segundos y los echaba a freír en una sartén donde no había gas ni electricidad, a la antigua; siempre estaba en el pasado presente.

El museo donde nos encontramos es central para Isabel. Se le ve cómoda; luego de tantos años de búsqueda de un lugar, puede descansar con la satisfacción de una misión cumplida:
—Cuando yo estaba en el exilio en París, pensaba que al volver a Chile había que hacer un proyecto para su permanencia en la memoria latinoamericana. Me acordaba de la casa de calle Carmen donde ella tocó, esa construcción vieja que tenía unas paredes de adobe muy grandes y que había que demoler para agrandar el espacio.
El proyecto de la fundación nació en Francia, pero pertenece a este espacio que la Violeta llamaba Chile, pero que ahora no me atrevería a decir qué Chile, porque este es otro. Tener este museo y a la Violeta aquí es como alimentar a esas personas que andan buscando ese Chile que se acabó, pero parece que no se ha acabado.

Ella tenía sentimientos encontrados con Chile, de mucha exaltación y crítica.
—Sus canciones son contestatarias y esa denuncia es permanente, la gente las busca porque todavía pasan las mismas cosas. Esta es una nación llena de desgracias porque somos ingratos, no tenemos memoria. La Violeta está aquí para recordarnos quiénes somos; era como la gran profesora, la gran madrina, la madre de Chile como dicen Gastón Soublette y Cristián Warnken.

Fue difícil el reconocimiento de esta artista. Isabel golpeó puertas, soportó antesalas, se ilusionó y descorazonó, hasta que se concretó el museo en el lugar donde estamos. Una vez más, el país del Louvre fue decisivo; la sala donde nos encontramos fue financiada por la región Parisina.
Chile fue más lento. Recién en este siglo la imagen de Violeta comenzó a crecer y el año 2008, en un programa de televisión, se ubicó entre los Grandes Chilenos, junto a Neruda y la Mistral.
Para Isabel, que existieran expertos investigando a su madre fue un gran estímulo: “Yo no tenía ninguna gana y te lo digo altiro, estaba haciendo mi vida, me gusta cantar y hacer canciones, pero sentí que valía la pena, que esta obra tan maravillosa y tan nuestra no se podía dejar de hacer. Don Gastón Soublette y don Fidel Sepúlveda son parte de esto. Fue muy importante saber que ellos la estudiaban”.

Alma india

—  ¿Tiene recuerdos de la relación de Violeta con lo indígena?
—En Europa siempre decía que lamentaba no ser india. Cuando veían su rostro y su forma de ser, o la escuchaban cantar, pensaban que era una indígena exótica. Hay una deformación en eso, pero encontraban a esta mujer auténtica y le preguntaban si era india.

¿Eso de recopilar temas aimaras, rapa nui, mapuches y huilliches, cómo surgió?
—Ella tuvo una película clarísima sobre lo que debía hacer desde que su hermano Nicanor le dice: “no cantes más estas tonteras y vuelve a tu propia música”. Yo creo que no le costó mucho organizar el mapa de ese Chile que ella quería mucho, llegar al fondo del corazón de esos cantores, aprender a tocar sus instrumentos, convivir. Tuvo una vida dedicada a esta comunidad que era Chile, porque para ella el país era una comunidad, y no le costaba. Fue a Chiloé por una semana y se quedó como tres meses. Y no se iba a un hotel, vivía con la gente. La Violeta era armadora de historias, de todo tipo de situaciones y siempre estaba llena de gente. Cuando levantaba una fonda era la jefa de ese grupo que eran sus hermanos, su familia. Como era la directora tenía que gritar y mandonear porque no hacían las cosas como ella quería; entonces llegábamos a ayudarle porque estaba afónica. Y después bailaba cueca.

—Vivió en fondas mucho tiempo. Eso era voluntario porque tenía casa, cama e hijos, pero a ella le gustaba esa gitanería y la vivía en profundidad. Es un personaje fascinante, fuerte, peleador y llevado a sus ideas. En miles de cosas tenía toda la razón. Reclamó mucho eso de que los secretarios no la querían, la gente que tenía cierto poder en el ámbito cultural. El rechazo venía porque era distinta, tenía el pelo largo, hablaba fuerte y decía a las personas en su cara lo que le parecía. Aquí la mujer tiene que ser sumisa y quedarse ahí nomás, calladita.
Al mismo tiempo recibía mucho amor, de sus cercanos y de la gente que la escuchaba cantar por la radio, porque devolvió a los oídos esa música que ya nadie cantaba. Hay mucho trabajo y fortaleza detrás y era muy madrugadora.

¿Ella alcanzó a percibir o imaginar la repercusión que iba a tener su obra?
—Ella lo vio por primera vez en los programas de radio con Ricardo García y Gastón Soublette. Fue la primera folclorista que hizo seis meses de programas donde revivió las tradiciones, las fiestas del campo, La Tirana. Ella escribía los libretos con una máquina que no sé de dónde sacó y le ayudaba Enrique Lihn. Se juntaban en la Plaza Egaña, él era un tipo maravilloso y generoso, hacían unos libretos estupendos.

Alma gitana

    Desde los muros nos acompaña el retrato del nieto músico de Isabel, Antar, quien murió a los 28 años por un tumor cerebral. Un símbolo de una familia que desborda vida pero también dramas, signada por un destino de alta intensidad.

—¿Hay alguna casa que fue de la familia nuclear de Violeta, estable?
—Yo creo que no, porque mi abuelo era muy bohemio y bueno para las fiestas. Parece que era jugador y los Parras se fueron empobreciendo y trasladando de Chillán Viejo al otro Chillán, a Lautaro, Villa Alegre, eran itinerantes y no porque quisieran. Mi abuela se hizo cargo de esta tribu de tantos niños y de repente la llamaron de Santiago porque un hermano le había dejado una casa por Barrancas, entonces se trasladó y ese fue un lugar donde llegaban los hijos grandotes a ver a su mamá y tocar guitarra. Allí cantaban a propósito de nada; esta familia cantó desde la cuna, así se ganaron la vida y ayudaban a su mamá.

¿En este Centenario de Violeta Parra, la reconoce a ella en su imagen pública?
—Lo que aparece en la prensa por lo general es bastante fuera de la realidad, la gente utiliza a Violeta y le sacan provecho y plata. El mundo está así y es doloroso. Nosotros tratamos de frenarlo; ¿Si nosotros no la hemos comercializado, por qué otros se permiten usarla como banco?

¿Hay algo de ella que no ha aflorado y debiera recordarse?
—Yo creo que no está en el lugar que debe en los colegios, en las universidades. Ahora hay una preocupación por los 100 años, pero tengo temor que después estos proyectos se los lleve el viento, porque en Chile se hacen eventos que no dejan nada. Estoy tratando de asimilar este país que de repente me parece súper raro, no sé qué va a pasar después. Hay muros que no se pueden atravesar, cabezas que no se pueden cambiar, las cosas son así.

Esto de Bob Dylan y el Premio Nobel coincidió con el reconocimiento de Violeta como poeta ¿Ella se percibía como tal?
—Era muy amiga de Neruda, entonces ahí tenía una fuente poética impresionante, pero Neruda la quería para él. Ella hacía recitales en Los Guindos, frecuentaba mucho esa casa y era muy amiga de Pablo de Rokha, de Enrique Lihn. Yo creo que los intercambios con ellos eran muy productivos porque la amaban; era amiga de Gonzalo Rojas, la invitaban a las escuelas de verano, pertenecía a un grupo de gente muy macanuda de esa época, también con Enrique Bello, director de la revista de la Universidad de Chile. Tuvo la suerte de encontrarse con diversas personas del mundo cultural como la Roser Bru o Nemesio Antúnez, quienes le hacían las carátulas de sus discos.
Esa gente la amaba tremendamente, pero nunca faltaba el moscardón que le cerraba la puerta o le decía algo que la ofendía, pero ella tenía una seguridad en sí misma que no conozco en otra persona. Nosotros éramos cabros chicos ignorantes y la ayudábamos. Pero como muchas veces no la tomábamos en serio, ella decía “Sí, ríanse no más, ustedes van a ver lo que va a pasar conmigo”.

¿En su último tiempo, el de las Últimas composiciones, vivía una frustración muy grande?
—Yo creo que sí, pero el destino se equivocó con ella y la metió en un laberinto que no había para qué. Tú te imaginas la cantidad de veces que yo he pensado en ese último tiempo, cuando ella estaba en la carpa, desolada.
Tenía la intención de volver a Francia en 1965, porque siempre se iba a otro lugar. Es algo extraño. Si estaba aquí quería ir allá y cuando estaba allá quería venir acá. Entonces es muy desconcertante esa persona que lo deja todo, los hijos, las arpilleras se las pasa a Nicanor, los cuadros también, porque era muy movediza. 
Esa carpa al final fue una tortura. En ese terreno que no tenía nada. Ella hizo una sociedad con el fotógrafo Sergio Larraín porque eran íntimos amigos y él la ayudó mucho, y otra señora que no sé quién es. El objetivo era hacer una peña en la FISA, imagínate ¡qué tenía mi mamá que andar haciendo en la FISA!
La sociedad no prosperó, y le dieron esa carpa como recompensa.  Ella vivía en Carmen 340 y cantaba en la peña. Hasta que un día me encuentro con mi madre echando sus bártulos a un camión para irse a La Reina.
No pedía permiso y no daba explicaciones a nadie, y tampoco nosotros estábamos ahí para interrogarla. Simplemente nos asombró su partida, cuando se supone que en ese lugar estábamos bien. Había muchos artistas, ella tenía mucho éxito. Se hacían filas para entrar a la peña, pero ella quiso irse a ese terreno baldío.

¿Le gustaban sus espacios, la soledad?
—Yo pienso que sí y le gustaba ser la jefa y en la peña no lo era, porque ahí no había jefe. Pero no creo que ese haya sido el problema. Ella estaba feliz cuando tocaba con Gilbert. El asunto de la carpa fue como el final de un proyecto que ella quería y no quería; parecía que se iba a ir a Perú, pero luego vino la separación de Gilbert que era su amor. Se distanciaban, se juntaban, se encontraban en Ginebra. Él era como ella, la siguió e hicieron discos y se fueron a Bolivia, pero de repente eso se acabó y quedó la Violeta sola en esa carpa.
Nosotros íbamos porque de repente la Viola decía, ¿pueden venir a cantar porque voy a Bolivia?... Su vida era siempre irse para otra parte ¿Por qué tenía que irse a La Reina? ¿Por qué no vivía en su casa? Son preguntas que no se pueden contestar, porque la gente es como es y hace lo que hace. Así es.

Vea la versión completa de esta entrevista en Revista Universitaria


INFORMACIÓN PERIODÍSTICA

Miguel Laborde, director Revista Universitaria.

 


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