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La evangelización coral de Víctor Alarcón


Este académico, licenciado en Música de la UC, aprendió muy joven a cantar, pero en vez de proyectarse como solista decidió enseñar a otros cómo hacerlo. Enérgico, inquieto y apasionado, cuenta en primera persona -en un texto publicado en la sección "Canon personal" de la Revista Universitaria N°135- cómo su trabajo ha sido fundamental para el crecimiento y la consolidación de la escena coral de Chile.

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photo_camera Archivo UC

Escuchar el universo

Nací en Punta Arenas y me acerqué a la música desde muy niño. Hacía dúo con mi madre que cantaba tango, boleros y música popular, mientras mi padre tocaba banjo y guitarra. En el colegio cantaba y, entre los 15 y los 17 años, integré un grupo llamado Patagonia Cuatro dedicado al neofolklore de virtuosismo vocal. Grabamos tres discos con temas que se convirtieron en el cancionero de la ciudad. Con ellos conocí muchos escenarios y tuve una escuela sin estar en el conservatorio.

El grupo se separó cuando entramos a la universidad. Ingresé a Pedagogía en Música en el Pedagógico y Canto en el Conservatorio de la Universidad de Chile. Ya en Santiago, lo primero que hice fue cumplir un sueño: abonarme a la Filarmónica y a la Sinfónica. En Punta Arenas solo una vez había escuchado una orquesta en vivo y me causó un gran impacto. Si uno está encaminado en la música, escuchar una sinfónica es como escuchar el universo. Recuerdo que estaba en cuarta fila y fue algo realmente conmovedor sentir la vibración, toda esa potencia, intelectual y física.

Las Mil Voces 

Entré a un muy buen coro dirigido por el maestro Guido Minoletti y con el tiempo conocí a los maestros Mario Baeza, Waldo Aránguiz, Jaime Donoso, Guillermo Cárdenas, Eduardo Vila, Fernando Rosas y Hanns Stein, quienes desde diversos ángulos, me entregaron gran inspiración de vida y arte. Fui solista tenor, con diversas orquestas y acompañantes, interpretando un repertorio diverso. En medio de esa búsqueda, mi incursión como director coral explotó muy fuerte. Nunca había hecho algo con tanto gusto y tan naturalmente como dirigir. Me sentí muy seguro.

Aprendí a enseñar a cantar y siempre he disfrutado de ello. Aunque existen planes de estudio, el canto solista o grupal es una artesanía. Se explica mediante una pedagogía donde se establece un vínculo muy profundo, a nivel técnico y humano. Por eso, a los 20 años, cuando mi profesora Mary Ann Fones se vino a la UC, la seguí. Aquí, en 1984, formé el Coro de Estudiantes que, siendo amateurs, fue muy bien recibido por la crítica. Ascendiendo en repertorios fundé el Coro Bellas Artes. En la universidad formé otros: Adulto Mayor, Exalumnos, Medicina, Penta, Derecho, College, entre otros. Todo lo que salió a la vista con el espectáculo “Las Mil Voces de la UC” no existiría sin el curso “Coro”, que es un optativo de formación general. Cuando lo creamos, en 1985 tenía una sección de 25 alumnos y ahora, junto a mis colegas, dictamos 12 secciones con 70 estudiantes por curso, 1600 estudiantes por año.

Canto abierto 

Desde 1992 estoy en el frente musical y docente del proyecto Crecer Cantando del Teatro Municipal de Santiago, coordinando la visión programática y el equipo de capacitación, que se relaciona con directores a lo largo de todo Chile. Ahí mismo partí como monitor en 1985, recorriendo Santiago en micro para escuchar agrupaciones y dar mi opinión. Nuestra oficina está en el Teatro Municipal y de ahí salimos. Somos como evangelistas corales. 

Los domingos por la mañana ensayo con el Coro Crecer Cantando, integrado por unos 100 niños y adolescentes destacados, y muchos fines de semanas viajo por Chile impartiendo talleres llamados “Canto abierto”. La gente trae sus ganas y uno aporta su experiencia para trabajar esa materia prima. Es una habilidad que con los años se hace más profunda. ‘Vamos a cantar’ digo y sé que lo harán aunque no me conozcan, porque la mano ya es fuerte. Crecer Cantando ha sido la causa más importante de mi vida, porque en su dimensión social y educativa se expresa el sentido más profundo. Junto a Wendy Raby y muchos colaboradores, hemos sido artífices de una expansión cultural al hacer cantar a más de 300 mil niños y jóvenes y capacitado a 2000 profesores en 30 años. Esto ha tenido un efecto muy positivo en las carreras de canto y los coros, pero sobre todo en las familias.

Un caos creativo 

Lo bonito del canto coral es su interdependencia. Tus logros dependen del otro. El director es el conductor entre quien canta y la obra, tiene que ser fiel a la partitura pero también decir algo nuevo, propio. En ese sentido, la interpretación es creación. A mí me gusta transitar en la cornisa del fraseo libre, propio del momento. La explosión sonora, llena de color, contrastes y, en ocasiones, voluptuosa. Fiel a la forma y a la estructura, pero siempre al servicio de la expresión. 

Mi mujer Andrea Aguilar es cantante lírica. Estoy muy orgulloso de ella, porque está haciendo una carrera muy linda. Mi amada hija Victoria tiene 12 años y nació cuando yo tenía 44. Con ellas y en la vida me muevo en lo que yo llamo un caos creativo. Sin este orden desordenado no podría hacer ni la mitad de todo lo que hago. Curiosamente, nunca siento que trabajo. Es la maravilla de esta vocación, porque la música y la pedagogía te renuevan y energizan, aunque tengas muchas horas de trabajo.

La matriz fundamental de todo lo que hago, o más bien, trato de hacer, es educar. Ojalá pudiera tocar a las personas más profundamente a través del canto. Que lo bello de las experiencias compartidas deje una huella más allá de aprender a cantar. 

Vea este reportaje en la Revista Universitaria N°135 

 

INFORMACIÓN PERIODÍSTICA

Constanza Flores L., cmflores@uc.cl


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