Cultivar la esperanza y la confianza en Dios, hasta el último aliento
Buena parte de nuestros días se consumen en propósitos instrumentales: quehaceres domésticos, crianza, cuidados, traslados, productividad laboral, trámites, esperas y una larga lista de actividades. Asimismo, la invasión de pantallas, redes, espectáculos y ofertas de todo tipo no sólo han ido colmando los espacios físicos, visuales, sonoros y, por ende, nuestra vida mental, sino también parecieran estar asfixiándonos el alma y la capacidad de trascender más allá de la vorágine cotidiana.
Es evidente que los ritmos de vida se están acelerando vertiginosamente y que la existencia psíquica, personal y social pareciera estar amenazada por demasiadas exigencias. Hemos ido perdiendo la capacidad de asombrarnos y de celebrar el privilegio de estar vivos y las posibilidades de explorar dimensiones fundamentales de la experiencia humana.
Son tiempos de crisis sociales e institucionales. Los años de pandemia, la emergencia climática, la irrupción de la inteligencia artificial y sus insospechadas consecuencias evidencian la fragilidad de la existencia y de las construcciones humanas. Nos enfrentamos a un futuro inmediato inquietante, un tanto desolador, marcado por la incertidumbre y el escepticismo.
En este escenario, cabe preguntarse ¿qué espacio, qué sentido puede tener en nuestro tiempo cultivar la esperanza y la confianza en Dios? (...)
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