La política del amigo-enemigo
En los últimos años, la política está siendo atrapada por una enfermedad peligrosa, por una peste que no habita solo en las izquierdas y derechas chilenas, sino que se extiende también por el mundo. Se trata de la retórica de la confrontación, de la búsqueda del desencuentro y la polarización, de la terriblemente dañina lógica del amigo-enemigo que deteriora la amistad cívica, corroe la confianza e impide la búsqueda conjunta del bien común. En vez de buscar consensos, se prefiere el enfrentamiento; en vez de apreciar al otro como un adversario al que persuadir para encontrar puntos de encuentro, se le ve como un enemigo contra el que luchar.
Si la política, como han repetido tantos sumos pontífices, “es una de las formas más altas de la caridad” (Francisco, 16 de septiembre de 2013), ¿cómo podemos vestirla de guerra?
La Iglesia, ayer y hoy, nos recuerda lo importante que es evitar la enfermedad del amigo-enemigo. Juan Pablo II visitó Chile en un momento de gran división entre nosotros y no dejó de advertirnos del riesgo de cultivar una política del enfrentamiento. En el Parque O’Higgins, recordó que la búsqueda del bien común no admite “la dialéctica inhumana que no ve en los demás a hermanos, hijos del mismo Padre, sino a enemigos que hay que combatir”. Y más tarde, en su discurso a los políticos, sostuvo que es necesario “convencerse y luego reconocer que la convivencia nacional debe basarse sobre principios éticos” y por eso en la política debe primar “un espíritu de tolerancia, de diálogo y de comprensión”, “un clima de colaboración” que inspire “las propias acciones en el amor, la confianza mutua y la esperanza” (3 de abril de 1987).
En Fratelli Tutti, Francisco vuelve sobre lo mismo. Dedica profundas reflexiones para desnudar tantos defectos de la política: el populismo, el relativismo, el inmediatismo, la mercantilización de las relaciones personales, entre otros. Y luego propone remedios desafiantes para la política de Chile y el mundo: una cultura del encuentro “que va más allá de las dialécticas que enfrentan”, que genera “procesos de encuentro” y que, más de una vez, deberá también “aceptar la posibilidad de ceder algo por el bien común”. También propone un cierto “amor político” y un diálogo para buscar la verdad y recuperar la amabilidad, que “transfigura profundamente (…) el modo de debatir y de confrontar ideas”. (…)
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