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Biobío Chile

Los problemas del rey Carlos y su coronación


Foto de Sasha Mudd
account_circle Sasha Mudd launch
Profesora Instituto de Filosofía
La coronación del rey Carlos III de Gran Bretaña este sábado en la Abadía de Westminster implica mucha pompa y ceremonia. Involucra un servicio religioso, prácticamente sin cambios durante cientos de años, en el que Carlos jurará defender la religión protestante y hacer de Gran Bretaña "una nación santa" bajo "un sacerdocio real".

Es la primera coronación de Gran Bretaña en 70 años, en un momento de gran debilidad nacional: Con varios cambios de primer ministro y con la pobreza en rápido aumento, la Gran Bretaña de hoy se encuentra marginada de Europa por el Brexit, lidiando con un pasado imperial cada vez más remoto y enfrentando un futuro incierto. ¿Qué puede hacer la monarquía, si es que puede hacer algo, para afrontar este momento? ¿Algo de esto debería importarle al resto del mundo, especialmente a aquellos que están lejos del suelo y la tradición británica?

La respuesta, postulo, es un ‘sí’ definitivo. La afirmación y celebración del poder monárquico toca cuestiones y principios universales que nadie puede darse el lujo de ignorar, especialmente aquellos que vivimos en sociedades coloniales forjadas a la sombra de la Europa imperial.

La coronación del rey Carlos no es solo una oportunidad para reflexionar sobre las luchas de la Gran Bretaña moderna, sino también para aclarar y reafirmar la base del poder social legítimo en las democracias contemporáneas como la nuestra. Para un país como Chile, inmerso en reescribir su propia constitución, el espectáculo del sábado debería iluminarnos sobre lo que significa promulgar, pensar y, en algunos casos, reescribir, el poder del Estado.

Ungir a un jefe de Estado soberano únicamente por el accidente de su nacimiento, e independientemente de su capacidad para desempeñar el cargo, le otorga a ese individuo un poder político excepcional sobre una base arbitraria. Esto se vuelve más peligroso cuando la fuente arbitraria de este poder se disfraza con un atuendo místico como un “derecho divino a gobernar”. (...)


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