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Las manos de Sara, el cerebro de David


Diario La Tercera, en su edición de este sábado 27 de mayo, publica una entrevista que hizo el periodista Patricio de la Paz a una madre y a su hijo que lograron lo que para muchos podía ser un imposible. Este es el texto completo de la publicación.

Las manos de Sara, el cerebro de David

Esta es la historia de una madre que no se venció ante la discapacidad de su hijo; y de un hijo que encontró en su madre la mejor aliada para la batalla. Sara Díaz acompañó a David a todas sus clases universitarias: ella escribía mientras él entendía. Hoy es doctor en Física de la UC.

Autor: Patricio de la Paz

No lloró. Apenas David Valenzuela salió del vientre de su madre, tras una cesárea de emergencia, no lloró. Su madre, Sara Díaz, se dio cuenta enseguida de eso y supo que algo había pasado. Pidió que le mostraran a su niño. Fue entonces que el doctor le dijo esas palabras que ella recuerda frescas en su memoria, pese a que ya han pasado 30 años:

-”Sara, el niño está malito. Se asfixió al nacer”.

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David Sebastián Valenzuela Díaz es un hombre con humor. Que sonríe con frecuencia, que pide explicaciones de todo. Cuando tiene a alguien en frente, hace preguntas que exigen ingenio en las respuestas. Pide explicaciones hasta de los asuntos más mínimos. Le gusta desafiar a su interlocutor. Pero jamás lo hace de manera brusca. David Valenzuela es una persona amable, un tipo muy cálido.

Es delgado, de cabello oscuro, de cejas gruesas.

Cuando le toca desplazarse, las cosas se le ponen más difíciles. Camina firme, aunque a su estilo: levanta rápido muslo y pantorrilla, y luego flecta hacia arriba la rodilla antes de apoyar el pie otra vez en el suelo. Primero una pierna, después la otra. Así, con paciencia, como marchando, arma sus pasos.

Cuando conversa, hay que escucharlo con atención, sin apurarlo. Habla lento y hay letras que le cuesta vocalizar.

Sus palabras pueden atascarse alguna veces. Sus movimientos en piernas y brazos pueden no ser siempre fluidos. Pero su mente es veloz.

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Sara Díaz es de Copiapó. A los 18 años se fue a Antofagasta a estudiar Pedagogía en Historia. Allá conoció a Francisco Valenzuela, que era de la Fuerza Aérea. Se casaron, armaron familia y Sara quedó embarazada. Un embarazo sin problemas, dice ella.

Habían acordado que el niño nacería en Copiapó. Cuando tenía ocho meses y una semana de embarazo, mientras hacía unos ejercicios en un consultorio a Sara le sangró la nariz. Tenía la presión disparada. La mandaron a reposo, pero el asunto no mejoró. Ese mismo día la internaron para preparar una cesárea de urgencia.

-Al ponerme la anestesia, la presión se me fue al suelo. Así se produjo el problema con David. Porque cuando hay menos presión, hay también menos oxígeno en el cuerpo. Yo escuchaba discutir a los doctores antes de que me sacaran al niño. Uno decía que la guagua estaba sufriendo; otro decía que yo también estaba en riesgo – recuerda Sara.

David Valenzuela nació 20 minutos para la medianoche del 11 de septiembre de 1986; y no lloró. Por la asfixia al nacer marcó un bajo test de Apgar, examen clínico con que se mide el estado de un recién nacido. El hijo de Sara sumó entre 2 y 4 puntos. Lo normal es a partir de 7.

Con las horas empezó a reaccionar. Respiró solo. Comenzó a moverse. Lo tuvieron varios días en incubadora; y a Sara el neonatólogo le aconsejó que lo observara en los meses siguientes. Le dijo que la asfixia había sido importante.

Sara se dedicó a eso. A mirar a su hijo. Y empezó a notar cosas: que no lloraba por hambre o frío; que no podía sentarse, pues el cuerpo se le iba a un costado; que cuando ella le pasaba sus brazos, él se levantaba en posición rígida. Después de consultar a varios médicos, un neurólogo infantil en Santiago fue directo: el niño tenía un daño que afectaba todas sus extremidades y urgía empezar la rehabilitación. David tenía un año.

Recuerda Sara Díaz: “Yo le pregunté si el niño iba a caminar y el médico me dijo que la pregunta correcta era si se iba a desplazar de alguna manera, y él creía que sí. Pregunté si iba a hablar. Me dijo que la pregunta correcta era si iba a comunicarse, y él creía que sí, porque era un niño vivaz”.

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David Valenzuela habla inspirado. Cualquier historia, cualquier pensamiento, lo cuenta con un poco de poesía. Como cuando recuerda su niñez en Copiapó, con su madre y una tía enseñándole los colores, las letras, los números, las figuras geométricas. Él soñaba con ser piloto de guerra:

-Me costó entender ese sueño. Tardé 20 años en entenderlo. Porque al final el avión soy yo, y tengo que dar mi batalla. De una u otra forma soy piloto. Este cuerpo lo manejo yo y debo traspasar sus límites; es decir, volar. Siempre tuve conciencia de mi discapacidad y al final entendí por qué soñaba con un avión: porque mi espíritu debe ser libre. Mi avión es mi espíritu, que debe volar.

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Entró al colegio a los siete años, a segundo básico. Para entonces, por la estimulación recibida en la casa, ya sabía leer y su nivel de matemáticas -su ramo favorito- correspondía al de un alumno de séptimo. Como en la escuela no le permitieron que lo acompañara su madre, Sara contrató a una auxiliar para que estuviera con él en esas horas escolares. El niño hablaba con mucha dificultad, no caminaba solo -lo lograría recién a los 13 años- y no podía escribir. Necesitaba a alguien a su lado que lo ayudara a desplazarse, le tomara apuntes, lo sacara a recreo, le diera la colación.

Terminó básica con promedio 7. Su madre no quiso que se eximiera de ningún ramo, ni siquiera educación física: a David le diseñaron una rutina especial -sin carreras ni caballetes- por la cual era evaluado. Los éxitos académicos se repitieron en media en el liceo Mercedes Fritis de Copiapó, donde terminó con 6,9 y premio al mejor egresado. Esos años lo acompañó también una auxiliar que hacía lo que el cuerpo de David no era capaz.

David Valenzuela llevaba años pensando lo que quería ser en la vida: físico. Su madre, que pensaba que una carrera humanista era más fácil para un discapacitado, no logró disuadirlo. La decisión estaba tomada. Cuando su hijo estaba en su último año de liceo, en 2004, viajaron a Santiago y llegaron al campus San Joaquín de la Universidad Católica. Allí funciona la Facultad de Física. Se entrevistaron con el director de docencia, Rafael Benguria.

La madre planteó sus aprensiones. Sobre todo por los trabajos de laboratorio, que requieren motricidad fina. Benguria la tranquilizó: David sería muy bienvenido. Y respecto a los laboratorios, el académico fue práctico: allí los trabajos se hacían de a dos; que David podía ser el pensante y el otro el que ejecutara.

Al año siguiente, David sacó el puntaje en la PSU para entrar a Física en la UC y se convirtió en el primer discapacitado en cursar esa carrera en la universidad. Su padre se quedó en Copiapó; y él con su madre se vinieron a Santiago. Arrendaron un pequeño departamento en los alrededores del campus, el mismo en el que han pasado los últimos 12 años. Y no sólo eso. Sara se convertiría en las manos que necesitaba David, que no puede usar las suyas, para sacar adelante su sueño de convertirse en físico.

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David Valenzuela ha desarrollado su definición de felicidad. Su madre dice que su hijo se despierta cada día contento, que no se queja de nada, que siempre devuelve una sonrisa. Él dice que es por lo siguiente:

-Ser feliz es una decisión, no algo que pase a veces. Ser feliz es aprender a navegar por las estrellas. La gente comúnmente busca el día, el sol, y se desespera en la oscuridad. Pero la persona realmente feliz mira las estrellas y sigue caminando. La felicidad no es una emoción, es un estado de conciencia. Es liberarte de todo. Te da lo mismo la lluvia, la noche, el invierno. Yo soy feliz porque decidí serlo. Aprendí a navegar en la noche, entre las estrellas.

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En la universidad, David Valenzuela no necesitó más auxiliares que lo acompañaran a clases. Ese rol lo tomaría su madre, autorizada por la UC, porque era quien más conocía a su hijo, quien mejor sabía manejarlo y quien vigilaría su estado físico. En esto último era irremplazable. Desde que su hijo era pequeño, Sara le hizo todos los ejercicios que aconsejaban los terapeutas. Se compró incluso un atlas de anatomía humana.

-Para estimular su boca había que hacer movimientos circulares, porque los músculos allí son de esa forma. Para hablar uno usa 32 músculos distintos -dice, experta.

Durante los cinco años de pregrado de su hijo, Sara fue con él a todas las clases. Se sentaban juntos, siempre adelante. Ella anotaba lo que los profesores ponían en la pizarra, mientras David escuchaba lo que los maestros explicaban. Sara escribía; David ponía atención. Sara consignaba fórmulas, signos y números que no entendía; David -que es rápido para los cálculos mentales y tiene una memoria privilegiada- resolvía los ejercicios en su cabeza. Siempre tenía el resultado antes de que su madre terminara de escribir.

-Yo fui las manos de David. Anotaba todo, que es lo que hacen las manos, aunque no entendiera. No me esforcé tampoco por entender; no quería que mi conocimiento interfiriera el de mi hijo. Me remitía a escribir textual lo de la pizarra y, en las pruebas, a anotar lo que David me decía. Él era el cerebro -dice Sara.

David está de acuerdo. “En el sentido práctico fue así. Yo prestaba atención, ella escribía. Lo que no quiere decir que ella no entienda. Cuando uno quiere entender, entiende. Yo no sé nada de literatura, pero me interesa la antipoesía, me gusta Parra. Y algo ya entiendo de eso”.

Madre e hijo asistieron juntos a clases de cálculo, álgebra, geometría, mecánica clásica, ecuaciones diferenciales y teoría electromagnética, entre otras. David terminó la carrera con un 6,1. Dentro del top ten de su generación.

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El 2011 David empezó su doctorado en Física. En los cinco años siguientes, cada vez que hubo una clase, su madre lo acompañó. Siempre lo mismo: ella escribía; él escuchaba. Terminó en junio del año pasado, con nota 7 en su tesis. Hoy está postulando a un posdoctorado, que podría ser en Valdivia o en México. “O donde sea”, dice David. Su madre dice que lo acompañará. Que es un compromiso. Que estará con él hasta que su hijo pueda llevar una vida independiente en un lugar con las comodidades que requiere su discapacidad.

-Aunque… -dice Sara, toma aire y continúa- Aunque pienso que siempre vamos a vivir juntos. Tengo mi vida hecha con él. Nunca me rebelé ni le pregunté a Dios por qué a mí. Yo me siento bendecida con mi hijo.

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Entre los pensamientos inspirados de David no puede faltar la física:

-La física nace de contemplar la naturaleza. Pero hoy, ¿qué clase de física incluye contemplar la naturaleza, al menos un día? A mí nunca me llevaron de paseo en una clase de física. Siempre fue como matemática, pero eso no es física. Hay que salir a contemplar la naturaleza, por ahí parte todo. Se olvida eso y la física se vuelve puro número. Mejor sal de paseo, mira al cielo, mira un pájaro. Eso es física para mí.

Algo de eso está en la dedicatoria que hizo en su tesis doctoral. Un párrafo que a más de un colega le haría arrugar la nariz, que a David Valenzuela lo dejó feliz y que dice esto: al pasto, a las plantas, por darme descanso cuando estoy agotado. A los animales por alegrarme mi día a día. Gracias a la tierra por enseñarme que después de una caída sólo queda aprender y levantarse. Al agua, por enseñarme a fluir, a amoldarme, para expresarme sin miedo. Al aire, a los vientos, por enseñarme que grandes cambios son originados por acciones pequeñas, imperceptibles pero constantes. Al fuego, por enseñarme que nada es más poderoso que la voluntad. Y como dice un extracto del poema ‘Invictus’ atribuido a William Ernest Henley: ‘Doy gracias a los dioses cuales fueren por mi alma inconquistable’”.

El texto de La Tercera AQUÍ

 INFORMACIÓN PERIODÍSTICA

Patricio de la Paz, La Tercera


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