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Sociedad civil, comunidad viva


La energía de la ciudadanía es una precondición, tanto para tener mercados dinámicos como para promover una convivencia democrática, porque enseñan responsabilidad. Son necesarias para no terminar haciendo negocios solo entre familiares y conocidos, permitiendo cooperar y extender la filantropía y robusteciendo la credibilidad de las reglas del mundo en común. Sin embargo, esta es una capacidad que no se puede decretar. Lea el siguiente artículo de Revista Universitaria n°162.

Ilustración de personas con ropa de diferentes colores

photo_camera No seríamos únicos y, por lo tanto, tendríamos que explicar el declive de la cooperación a partir de procesos globales que se tradujeron en reformas económicas y políticas a nivel nacional que desalentaron nuestra capacidad de asociarnos

Para los protagonistas de la dictadura, los niveles de participación en asociaciones voluntarias de la sociedad civil deben despertar, posiblemente, recuerdos incómodos. Un proyecto que buscaba robustecer las “asociaciones intermedias”, ese conjunto de agrupaciones que se sitúan entre el individuo y el Estado, coincidió, sin embargo, con el declive generalizado de la pertenencia y contribución a organizaciones de distinta clase. 

El fortalecimiento de la sociedad civil se habría convertido en el símbolo de un anhelo frustrado. Sin querer, alimentó, por el contrario, a todo un mercado académico que cuestionó la desarticulación de la sociedad civil como resultado del neoliberalismo y el individualismo, el hedonismo o el consumismo. Esa es la impresión que deja la consulta de los datos y las interpretaciones que se han escrito sobre los últimos cuarenta años. 

Este proceso de desarticulación de la sociedad se habría consolidado en democracia. Por ejemplo, en 1998 la Encuesta Latinobarómetro reportó un 48% de entrevistados que no participaba en ningún tipo de organización o asociación, cifra que se encumbra por sobre el 60% en el año 2005. En 2016, la Encuesta Nacional Bicentenario arrojó tasas cercanas al 70% de personas que nunca han pertenecido a ningún tipo de organización

Más recientemente, en octubre de 2020, el Informe Final del Consejo Asesor para la Cohesión Social del Ministerio de Desarrollo Social y Familia, describe con alarma la disminución del promedio de amigos y la estabilización en un tercio de la participación en organizaciones. Así, según concluye el estudio, vemos cómo aumentan las movilizaciones sociales, mientras cae la participación formal en partidos, elecciones y organizaciones.

Estas últimas serían fundamentales para promover la confianza interpersonal y la cooperación. Uno puede objetar esta descripción del fenómeno, desde cómo se formulan las preguntas hasta qué miden en realidad. Se podría argumentar que en el pasado teníamos el mismo problema y que, en el presente, se observa la misma tendencia de dislocación de la sociedad civil en el mundo. Pero estas objeciones no alivian la preocupación. 

Más recientemente, en octubre de 2020, el Informe Final del Consejo Asesor para la Cohesión Social del Ministerio de Desarrollo Social y Familia, describe con alarma la disminución del promedio de amigos y la estabilización en un tercio de la participación en organizaciones

De abajo hacia arriba 

El argumento sobre el pasado se sostiene en una tradición que valora particularmente los vínculos familiares. En la compilación Refranes chilenos, de 1901, Agustín Cannobio reflexionaba que la mayor parte de nuestros dichos populares resalta la idea de la desconfianza. No sería nueva, por lo tanto, la baja disposición a confiar y cooperar con otros. 

Por ejemplo, el 26 de abril de 1939, durante la sesión extraordinaria para legislar sobre las cooperativas de pequeños agricultores, el informe de la Comisión de Agricultura y Colonización afirmaba “el cooperativismo debe comenzar desde abajo hacia arriba y no en sentido inverso, como se ha hecho entre nosotros”. El hecho de intentar resolver el problema desde arriba, con un proyecto de ley, parece no haber inquietado a la comisión. La cooperación no se puede decretar. 

El argumento comparativo, por su parte, es nutrido por un extenso trabajo académico que muestra tendencias similares en otros países. No seríamos únicos y, por lo tanto, tendríamos que explicar el declive de la cooperación a partir de procesos globales que se tradujeron en reformas económicas y políticas a nivel nacional que desalentaron nuestra capacidad de asociarnos. El elenco de pensadores locales que ha ofrecido respuestas a estas preguntas no tiene nada que envidiar a la producción internacional. 

Desde la interpretación del consumo como fuente de individualismo, de Tomás Moulián, pasando por la obra de Carlos Cousiño y Eduardo Valenzuela en torno a las fuentes del capital social o el trabajo de Nicolás Somma sobre confianza y movimientos sociales, hasta los artículos más recientes de Kathya Araujo y Danilo Martuccelli sobre el individualismo agencial, tendríamos una dificultad particular para sostener redes de cooperación estables de largo plazo, en contextos no familiares. 

Pero, ¿por qué tendríamos que preocuparnos? La desazón que despiertan estas tendencias se funda - menta en la función que cumple la asociatividad para fomentar el capital social y promover una convivencia democrática. Participar, asociarse formalmente, estar con desconocidos, tiene una serie de beneficios documentados a nivel personal y social: desde mejor salud mental y mayor esperanza de vida hasta mecanismos más robustos para procesar diferencias, tener barrios seguros y alentar el emprendimiento. 

Si ese argumento es correcto, podríamos, por ejemplo, pertenecer a un club organizado de apreciación de Condorito. Nos vincularíamos objetivamente por compartir un interés común y nos reuniríamos para repasar o comentar chistes. Pero los beneficios de asociarnos no solo serían nuestros. La sociedad entera se beneficiaría. Dentro del grupo ganaríamos habilidades y capacida - des emocionales para cooperar y confiar con personas diferentes. Como formuló De Tocqueville, la asociación sería una escuela para la democracia. Un requisito para sostener una cultura cívica. 

Participar, asociarse formalmente, estar con desconocidos, tiene una serie de beneficios documentados a nivel personal y social: desde mejor salud mental y mayor esperanza de vida hasta mecanismos más robustos para procesar diferencias, tener barrios seguros y alentar el emprendimiento

En ese marco, algunos datos recientes de la Encuesta Bicentenario 2020 son optimistas. La confianza interpersonal habría subido. Habría también aprecio por los sindicatos para mejorar las condiciones laborales y confianza en la capacidad de vecinos y vecindarios de organizarse para lidiar en conjunto con la pandemia del coronavirus. Pero sería injusto calificar la motivación a pertenecer a organizaciones solo en términos funcionales a la sociedad.

Existe, desde luego, también un tipo de capital social en la mafia, en grupos paramilitares o en organizaciones que cultivan un desprecio por la democracia. Difícilmente benefician una forma de convivencia social basada en el respeto mutuo, la tolerancia o un espíritu democrático. Si bien la capacidad de asociarnos nos permite estratégicamente lograr cosas y nos habilita para alcanzar más objetivos de los que podríamos estando solos, finalmente, refleja un cierto estilo de ser persona en sociedad. 


La responsabilidad con los otros 

Las organizaciones de la sociedad civil, entre otras, permiten que nos reconozcamos como personas. Nuestra individualidad es algo que ganamos en nuestro encuentro con otros. La razón es que esos encuentros nos obligan a hacernos responsables mutuamente, al pertenecer a un grupo en común y asumir la responsabilidad de las consecuencias de nuestras acciones. 

Una palabra difícil de traducir que atraviesa los estudios sobre cooperación es accountability, es decir, la capacidad de hacernos cargo de las consecuencias de nuestras decisiones y ser responsables frente a otros. Inculcan, parafraseando una expresión de Roger Scruton, un cierto ethos de comité: con reglas, estatutos y obligaciones que son a la vez escogidas y libremente asumidas. 

Son esas instancias las que nos permiten reconocernos como individuos que no solo tienen agencia para perseguir objetivos en conjunto, sino que poseen una capacidad moral de hacerse cargo de esas decisiones. Usualmente la queja frente al declive de la participación opone individualismo y cooperación. El individualismo estaría asociado a una suerte de hedonismo que nos haría alérgicos a estar y participar con otros. 

Una palabra difícil de traducir que atraviesa los estudios sobre cooperación es accountability, es decir, la capacidad de hacernos cargo de las consecuencias de nuestras decisiones y ser responsables frente a otros. Inculcan, parafraseando una expresión de Roger Scruton, un cierto ethos de comité: con reglas, estatutos y obligaciones que son a la vez escogidas y libremente asumidas. 

Esta es una lectura donde seríamos individuos porque no nos queda otra opción: nos tenemos que valer por nosotros mismos simplemente para sobrevivir en la jungla del mercado. Sin embargo, uno puede hacer la lectura inversa. Somos individuos responsables gracias a que nos formamos en encuentros personales con otros. La cooperación en estas instancias genera una red de responsabilidad mutua. 

Las organizaciones pueden servir a objetivos concretos, pero simultáneamente nos enseñan a hacernos cargo de nosotros mismos. Nos permiten representarnos como individuos, pensarnos como personas, porque somos responsables unos de otros de forma estable. Compartimos no solo las reglas explícitas, sino también una serie de implícitos acerca de la forma de actuar en conjunto, de qué es adecuado y qué no. Eludir la responsabilidad arriesga la continuidad del grupo y de la organización. 

En una organización voluntaria solo uno puede hacerse responsable de una decisión: no se puede apelar a la benevolencia de la familia o de los conocidos. Es cierto que las reformas de mercado no necesariamente robustecieron a la sociedad. Se pensaba que alentando al mercado se podría revitalizar también la capacidad de asociación entre personas: las organizaciones intermedias, los gremios, las asociaciones voluntarias. 

Pero es más dudoso pensar que esas reformas nos habrían despojado del entusiasmo de pertenecer a distintas organizaciones que nutren nuestra vida colectiva. Desde entidades para resolver situaciones materiales angustiantes en pandemia, ollas comunes y cuidado de menores en barrios periféricos hasta las grandes obras de filantropía como la Teletón o el estilo de pertenencia y asistencia que ofrece Bomberos en todo Chile, esta capacidad nace de nuestros encuentros interpersonales. 

La vitalidad de una sociedad civil es una precondición tanto para tener mercados dinámicos como para promover una convivencia democrática, porque enseñan responsabilidad. Son necesarias para no terminar haciendo negocios solo entre familiares y conocidos, aprovechando la ampliación de oportunidades que ofrece el mercado, permitiendo cooperar y extender la filantropía, robusteciendo la credibilidad de las reglas del mundo en común. Sin embargo, tal como en el pasado, esa capacidad no se puede decretar.
 

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