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Yecelis Durán Romero: Una odisea venezolana


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La periodista de la Facultad de Medicina se proyecta en Chile tras haber llegado hace tres años desde Venezuela. Desplazada por la situación política, aún convive con esa pena y, a veces, con la extrañeza que implica ser migrante.

Cuando era pequeña, Yecelis Durán (27) –quien crecía en su casa de Barinas, una ciudad como Quilpué, pero en Venezuela, en el llano adentro— admiraba al periodista español José Levy. “Me encantaba. Siempre lo veía en los despachos desde la guerra y yo quería ser esa persona. Pero ahora cuando estaba en Venezuela ya no, no quería estar en ese rollo”, cuenta hoy, sobre las razones que la hicieron partir de un país con una sociedad fragmentada que no pudo garantizarle el ejercer su profesión con libertad.

Mientras admiraba al corresponsal de CNN, vivía junto a sus hermanos mayores, Juan y Alí, en el hogar formado por su mamá Yecenia y por Elio, su padre, único proveedor y técnico superior en PDVSA: Petróleos de Venezuela S.A. Yecelis tenía once para el gran paro de los empleados petroleros de 2002, que convirtió a su papá en un opositor a Hugo Chávez y que, en cierto modo, la traería hasta aquí. Llamados telefónicos, presiones, meses sin sueldo hicieron cada vez más difícil su permanencia en la empresa y la subsistencia de la familia.

La periodista llegó luego de todo eso, hace tres años, en parte por la creciente censura que se vivía en el área web del canal Globovisión, donde trabajaba; en parte porque viviendo sola en Caracas, a donde se mudó para estudiar en la Universidad Católica Andrés Bello, el sueldo apenas le daba para las cuentas. La crisis política agudizó a pasos agigantados la escasez de productos básicos y el encarecimiento del costo de la vida. “Si sigo acá no sé cómo voy a comer”, cuenta, sin asomo de dramatismo. Supo que debía partir.

En 2015 comenzó a planear un magíster en ciencias políticas en Barcelona, donde vivía su hermano Alí. Pero Nicolás Maduro impuso un nuevo sistema de control cambiario, una reconversión monetaria que disparó la inflación e hizo todo más difícil. Para quienes querían viajar al extranjero, la tasa que se aplicaba aumentó en un 1.500 por ciento.

“Como estudiante no tenía los medios, entonces la única forma era salir a trabajar y ver qué pasaba. Pedí dinero prestado a mi papá, compré el pasaje. Me vine con lo mínimo, sin ninguna oferta. Lo único que tenía era una amiga que estaba acá”, quien le ofreció su sofá. Una vez acá empezó a jugar lo que llama el “papel del migrante”.

Trabajó como cajera en una pizzería de Vitacura con personas de Haití y Colombia y un jefe xenófobo que la hacía sentir extraña. Atravesaba Santiago y volvía a eso de la una de la mañana a su casa en Estación Central. Entonces conoció a su novio chileno, quien le pagaba a un señor que vivía en la calle para que la cuidara y postulaba por ella –con su cuenta y su CV— a cuanto cargo de periodista encontraba por internet.

Así encontró trabajo en una agencia, pero tres meses después se integró al grupo de comunicadores de la Facultad de Medicina, equipo afiatado donde hoy se siente cómoda. Quiere seguir creciendo, por eso acaba de hacer un diplomado en Desarrollo y Gestión de Contenidos Digitales en la universidad.

Reencuentro familiar


Hace poco, y después de tres años sin estar todos juntos, se reunió en España con sus papás y sus dos hermanos. “La gente cambia en ese tiempo, se transforma, sufre accidentes, crece, se enamora, se casa, cambia de trabajo, estudia. Uno podría decir que es como si el tiempo no hubiese pasado, pero sería mentira. Reencontrarse y volverse a conocer es, eventualmente, un reto particular. Pero vaya que vale la pena. Es una especie de bandera blanca entre todo lo que significa y significó Venezuela”, escribió después del reencuentro en su cuenta de Instagram.

“Había noches en que no sabía si reír o llorar o lo que sea. Fueron vacaciones muy extrañas”, cuenta. Llegó muy triste tras esta segunda separación de su familia, que fue mucho más cruda que la primera. Racionalizando sus emociones, como acostumbra, explica que está viviendo el Síndrome de Ulises o duelo migratorio.

“La primera vez no hubo duelo; nunca pensé que las cosas iban a llegar a este punto; igual estaba la esperanza de volver. No tenía tantos amigos desplazados por el mundo. Siempre pensé que todo iba a ser como antes. Pero tras verlos, esa imagen se quebró definitivamente y empecé a sentir esto”, indica.

Para procesar la añoranza de sus seres queridos disgregados en Argentina, España, Alemania, Estados Unidos, Perú, Colombia y México, investiga y escribe un reportaje de investigación sobre el tema. Este forma parte de un proyecto de publicación digital que está realizando con sus compañeros de generación, dispersos en todos estos países, donde se abordarán distintos temas asociados al masivo éxodo del que fueron parte.

Para aplacar la nostalgia, también le ayuda saber que hará todo lo posible para traer a Juan a vivir con ella y que ambos unirán fuerzas para traer a sus papás antes de los próximos dos años. “Chile fue para mí una esperanza que me permitió recontruir mi vida. No pensé que podría comprarme cosas o que podría viajar o tener este montón de opciones, de salir tranquila a la calle, porque en Venezuela no estaban en mis manos. Pero, aunque suene muy dramático, en el fondo, también amo a mi país”, concluye.

Publicado en Visión UC


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