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Revista Universitaria: ¿El fin del Chile excepcional?


Los logros alcanzados parecían reafirmar la imagen de un país disciplinado, pero las metas no alcanzadas han desplazado lo anterior. ¿Era un mito ese Chile? ¿Qué pasó con esa particularidad tan reconocida y valorada? ¿Por qué el país se enfrentó a una crisis social no anticipada, ahora profusamente analizada, pero aún no debidamente explicada? Francisca Alessandri, coordinadora de la Encuesta Bicentenario UC e investigadora del Centro de Políticas Públicas de la casa de estudios, trata de dar respuesta a estos cuestionamientos en el siguiente artículo de Revista Universitaria.

Foto de Santiago desde la altura

photo_camera Fotografía Pixabay

Puede ser el aislamiento geográfico que hace de Chile un país isla, su clima y mares fríos, el carácter más bien reservado e introvertido de sus habitantes, el temple aguerrido de una población enfrentada a continuos desastres naturales, lo que explique que los chilenos se perciban distintos a sus vecinos. Su historia política reciente –y en especial la transición democrática–, su progreso económico, los comparativamente bajos niveles de violencia delictual y la gran estabilidad de sus instituciones lo hacen diferenciarse de muchos otros países de la región.

La encuesta Bicentenario UC 2019 lo evidencia al constatar que un 76 por ciento de los chilenos cree que no existe una cultura común entre los latinoamericanos, pues se piensa que cada país tiene su propia identidad, lo que lleva a favorecer una política exterior independiente y no de bloque, ya que se considera que Chile es único en cultura y democracia.

Los índices de las últimas décadas reafirman esa percepción de excepcionalidad chilena al dar cuenta de un sostenido avance hacia un mayor desarrollo, permitiendo una eficaz reducción de la pobreza desde casi el 50 por ciento a principios de los noventa, hasta llegar a menos del 9 por ciento actual, con una gradual, aunque lenta, disminución de la desigualdad. El ingreso a la OCDE nos ubicó entre los países más avanzados y aunque todavía no igualáramos su nivel, el hecho de formar parte de ese grupo exclusivo nos dio nuevos bríos. Ello ha quedado plasmado en diversos sondeos, en los que Chile ocupa los primeros lugares de América Latina en cuanto a perspectivas de progreso, satisfacción de vida y situación económica, como lo confirma la encuesta Latinobarómetro 2018. Es así como mayoritariamente los chilenos reconocen la gran movilidad social que han experimentado en estos últimos años, no solo en términos materiales, como ingresos, vivienda y empleo, sino también en aspectos relativos al tiempo libre y la calidad de vida familiar, en comparación con la realidad que vivieron sus padres. Sin embargo, las expectativas de seguir avanzando hacia un mayor progreso integral comenzaron a decaer.

Los chilenos reconocen la gran movilidad social que han experimentado en estos últimos años, no solo en términos materiales, sino también en aspectos relativos al tiempo libre y la calidad de vida familiar, en comparación con la realidad que vivieron sus padres. Sin embargo, las expectativas de seguir avanzando hacia un mayor progreso integral comenzaron a decaer

¿Qué pasó con esa excepcionalidad tan reconocida y valorada? ¿Por qué el país se enfrenta a una crisis social no anticipada, ahora profusamente analizada, pero aún no debidamente explicada? Las respuestas difieren y abarcan variables que incluyen desde tendencias transnacionales propias de una
sociedad global interconectada, en la que se multiplican las protestas por demandas insatisfechas, tanto en el plano material como inmaterial, donde la igualdad y la búsqueda de un reconocimiento identitario (Fukuyama, 2018) movilizan a grupos que buscan reafirmar identificación; hasta el efecto de la llamada “trampa del ingreso medio”, que debilita las expectativas de quienes aspiran a alcanzar mayor bienestar personal. El anhelo por un mayor reconocimiento o progreso individual se frustra cuando –como un espejismo– este se aleja y parece inalcanzable. La pregunta que ha surgido en estos meses es cómo no se vio venir esta disrupción social que se prolongó por meses y que parece haber cambiado el rostro del país, quebrando una cohesión social que, aunque frágil, parecía capaz de sostener el sentido de comunidad.

La pregunta que ha surgido en estos meses es cómo no se vio venir esta disrupción social que se prolongó por meses y que parece haber cambiado el rostro del país, quebrando una cohesión social que, aunque frágil, parecía capaz de sostener el sentido de comunidad.

Conflictividad y desconfianza

Realizada meses antes de la convulsión social de octubre, la encuesta Bicentenario UC 2019 dio muestras  –al comparar con resultados anteriores– de una mayor preocupación de las personas por un cierto deterioro de las condiciones de progreso referidas al acceso a una vivienda, posibilidades de emprendimiento o –incluso– de ingreso a la educación superior para una persona de menores recursos, evidenciándose también la percepción de una menor capacidad del país para alcanzar o avanzar hacia la consecución de ciertas metas como disminuir la pobreza (aunque las cifras indiquen lo contrario), reducir la desigualdad de ingresos o resolver el problema de la calidad de la educación.

Paralelamente a esta visión más realista (o pesimista) respecto de su entorno, se agrega una variable preocupante: la apreciación de un aumento de la conflictividad en las relaciones sociales, especialmente entre ricos y pobres; trabajadores y empresarios, variables que, según la encuesta Bicentenario UC, subieron en un año de 48 a 67 por ciento en el primer caso y de 48 a 55 por ciento en el segundo. Esto denota una tendencia a una mayor polarización entre grupos y segmentos, afectando el sentido cohesionador tan relevante en una sociedad democrática. Esta percepción de conflictividad se agrava
con un aumento de la insatisfacción con la democracia (de acuerdo a Latinobarómetro 2018, más del 70 por ciento de los consultados en Chile cree que se gobierna para un grupo de poderosos) y con una acentuada pérdida de confianza en las instituciones, lo que si bien no es un fenómeno propio de la situación chilena, en este caso la caída se manifiesta de manera más severa y extendida, llegando a porcentajes de uno y dos por ciento en el caso de los partidos políticos y de los parlamentarios,
respectivamente (Bicentenario UC, 2019). 

Preocupa la profundidad de la crisis de confianza que enfrenta la sociedad chilena que se ilustra en el caso de la Iglesia católica, una institución emblemática por su influencia social y autoridad moral, gravitante en una sociedad donde sus miembros se declaran mayoritariamente creyentes y que no ha estado ajena al fenómeno de la pérdida de confianza, bajando a niveles en torno al 20 por ciento, mientras el promedio en América Latina todavía se mantiene más elevado.

Revise el artículo completo haciendo clic aquí (página 6)

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