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Violeta frente al abismo


17.40 horas del 5 de febrero de 1967. Momento exacto en que un disparo apagó la luz de una mujer apasionada hace 50 años. La decisión de Violeta Parra de terminar con su existencia es revisada por el sacerdote y poeta Joaquín Alliende, quien desde una perspectiva cristiana y con el virtuosismo de sus palabras describe en Revista Universitaria esta soledad infinita que Violeta padecía.

“Este no cuece peumo”, dicen las mujeres para borrar del mapa a un apurete, impaciente o insoportable. Porque es consabido que el fruto rojo de ese árbol de aromático verde, endémico nuestro, debe quedarse bajo la lengua varias horas hasta que la saliva lo deja medio amarillo, como salido de una olla en las brasas. El suicidio de Violeta llegó a ser un peumo recocido largamente. Tres drásticos intentos. Solo ya en el número tres fue que le salió por los oídos y las comisuras de los labios, el sabor amargo de la pólvora. Después del segundo intento, ya recuperada de lo angosto de la angustia extrema, recogió guitarra y lápiz para dejarnos su mejor testamento: “Gracias a la vida”, que no es fácil poema en primavera, es vieja sabiduría serena que pulsa joven, para abrir un caminito por la ladera del cerro hacia la nieve.

Violeta, acosada por una intemperante necesidad de respirar el aire del amado, ya no resistió un ápice de más soledad. Su desamparo es cósmico. Todo lo que se deja mirar por ella, todo lo que recibe, el vaho tibio de su propio cuerpo, todo la hiere. Es llaga de ausencia. Él no está. Todo podría haberlo visto ella hermoso, entretenido, sabroso y coloreado. Ella pudiese, quizás, mirarlo como quien tiene la última guitarra de la cual emerge una música benéfica. Sí, si escuchase ella bien lo telúrico, cada septiembre… pero la ceguera trágica irrumpe entre los desamores de Gilbert. Él le paraliza el sol. Él desata el sinsentido radical y la hunde en la sequedad parca de un sepulcral caliche.


Pudo Viola tener como método el salto sediento entre las noches oscuras de un san Juan de la Cruz. El vacío pudo ser trampolín. Pero es abismo brutal si no logra el vuelo del salto místico. La pistola descarga todo su plomo fatídico contra el cuerpo de la doliente. Violeta amaba todo lo terrestre plantado en la parcela de su Chile humanísimo. Todo le hablaba. Pero era lenguaje a lo rey David en sus salmos tenebrosos. De la ternura a la nostalgia insostenible. De la contemplación de caracolas, hasta los aerolitos y las mejillas del amado. Todo la convoca a ser amadora hasta quedar exhausta. Cuerpo y alma, hormiga y catalejo, la embrujan. Todo puede ser caricia y todo también puede ser chacolí avinagrado y venenoso a lo cicuta.


Puede sonar extemporáneo y arbitrario, pero es verídico y persistente. La única disyuntiva para ese volcán de San Fabián de Alico que era su identidad femenina, habría sido el suicidio o la mística. Pero no un delirio panteísta difuso. Aquí hablamos de mística a lo Teresa de Ávila, a lo Teresa carmelita Andina, la que escribirá un día en su convento pobre y chileno: “¡Jesús, ese loco de amor, me ha vuelto loca!”
Así de simple. Violeta no podía realizarse en su esencia vital, sino en el desposorio. Dos opciones a partir de esa ansia dictatorial de amar y ser amada. Lo que sí es seguro es que ella es la antípoda absoluta de la existencia fofa y del amor meramente convencional. Siempre fue pasión, desde cuando bordaba chilenía o tarareaba plañideros versos cósmicos, pues ella -como el Ñuble- con su llanto arrastraba todo lo existente, derramaba los resabios insospechados de lo humano, padecido a la chilena.
Me atrevo a decir una barbaridad inaceptable (cosa que ella casi siempre hizo), una encrucijada extremosa, pero genuina. Llegado el Getsemaní de esta mujer selvática, y por el modo absoluto de existir ella, quedaba desnuda frente a la opción: o santidad o suicidio. A los extremosos hay que descifrarlos desde el deslinde más descomunal, suprarracional, ebrio y dionisíaco. Violeta, la extremosa. Pajarito chincol. Descomunal.


Si es verdad lo que decimos, solo nos queda convenir, creo yo, que esa tarde en la carpa gastada de La Reina, cuando Gilbert, su Run-Run mágico, ya no quiere retornar al abrazo cruelmente interrumpido…, no restaba más que escoger entre los tules de su casamiento de negros, o el Cantar de los Cantares. Esa apasionante búsqueda del tú varonil, en Violeta, es una demostración palmaria de que el feroz remolino del amor nupcial desatado solo busca una fusión definitiva, de cuerpo con cuerpo, de alma con alma. “Cuando se muere en la carne, ¡el alma se queda oscura!”, según ella misma gemía en su “Rin del angelito”.


Solo la muerte cristiana que Violeta ejecutaba en los velorios de angelito, pudo proporcionarle la soga para trepar a un cielo real, más definitivo que la muerte. A Violeta, intransable del todo o nada, solo le cabía un final de absoluto terreno o de absoluto celestial. Si no se topaba con Cristo Esposo, iría de desengaño en desengaño, de Run-Run en Run-Run, de drama soportable a tragedia greco-chillaneja. 
Claro está que la hecatombe de la carpa fue algo predecible. Por algo, los intentos de suicidio fueron tres. Un empujón no bastaba. Hasta que la cita mortal ocurrió en la precordillera santiaguina. La alcurnia de autenticidad parriana de Violeta convenía, como anillo al dedo, con la toponimia de aquella trágica ladera de La Reina.
Violeta alcanzó, ya malograda, el instante crucial de la opción, y ya el Dios Vivo no tenía, en su libertad, el peso específico para inclinarla hacia el continuar viviendo peregrino.
 


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